ALGUNOS ELEMENTOS
DEL FOLKLORE CHILENO (*)
Yo sé que disponemos esta vez de menos tiempo, y como no
quiero que en ningún caso se queden afuera los textos araucanos que tengo que
leerles, voy a comenzar con ellos, haciendo los comentarios después de haberlos
terminado.
Voy a leer primero una oración o invocación pidiendo un
buen tiempo. Este texto ha sido traducido con mucha fidelidad por uno de los
folkloristas nuestros:
INVOCACION PARA PEDIR EL BUEN TIEMPO
Dame de nuevo mi cielo azul, viejo hombre de la cara
blanca.
Dame de nuevo mí nube blanca, viejo espíritu que blanquea
de canas.
Dame de nuevo mi sol caliente; pónmelo en el medio del
cielo, antiguo espíritu.
Sí, hoy yo vengo a suplicarte, favoréceme, pues.
Dame de nuevo mi buen cielo, mi sol muy ardiente, pero
dame también mi nube blanca, espíritu que tienes canosa la cabeza de años.
Tú me darás de nuevo mi ganado y mis semillas porque tú
estás cerca de mí, aunque seas el Rey del medio del cielo; y tú me serás
favorable.
Tú me darás los buenos pastos, los frutos de los árboles
y todo lo demás. Sí, tú me darás todo.
Así, pues, yo vengo a suplicarte, que me des, según
convenga, el buen sol y la buena lluvia.
Yo te lo ruego en esta mañana, en este día. Tú nos
mirarás con bondad.
Yo te suplico de rodillas. Tú conoces nuestras penas y
sabes que somos unos pobrecitos. No nos olvides que nosotros tampoco te
olvidamos.
Tú me serás favorable, viejo de las dos caras, que vives
en el medio del cielo.
Tú me miras, Rey del cielo, viejo espíritu que estás en
el gran país de lo alto.
Tú nos eres favorable, hombre bueno. Tú ves toda la
tierra y nos ves a nosotros.
Nosotros estamos aquí y no te olvidamos, intercesor
nuestro.
Tú nos serás favorable viniendo en nuestra ayuda, en
nuestro socorro.
Favorécenos, pues, jefe del Cielo, Viejo del Cielo,
hombre viejo, gran anciano.
Tú estás en el Cielo, y tú estás, además, en toda la
tierra.
Este es el canto sobre una mujer. El matrimonio araucano
se hace siempre a base de rapto, pero esta vez quien ha robado a la mujer la ha
robado por encargo de un novio que no es el elegido de ella:
CANTO DE MUJER
A esta mujer la casaron.
Y un hombre se la llevó,
se la llevó consigo a una tierra lejana:
él la llevó a Huinfalí (14).
En la tierra extraña ella cantaba,
y he aquí lo que decía su canto:
"Yo vengo de una tierra lejana,
y esa tierra lejana es azul, azul.
Yo he hecho el viaje llorando;
yo no he dejado de derramar lágrimas.
Yo vengo, gentes,
de una tierra muy lejana
y yo he perdido a mi amante.
¡Ay de mí!"
Este es un canto sobre un cacique muerto y un canto muy
sin adulación, un canto de juicio y casi de crítica:
EL CANTO DE MARIÑANCO
Había una vez un cacique
que se llamaba Mariñanco.
El cantaba:
"Yo soy Mariñanco", - dice él.-
En el espeso bosque de Fayucura
le han dado tres corazones a Mariñanco.
"Si uno de sus corazones muere
los otros dos quedarán vivos", -dijo Mariñanco.
Por esto él no le
tenía piedad a nadie.
Por eso uno de
sus Capitanes lo mató.
Cuando él murió
le abrieron el pecho
y le arrancaron
sus tres corazones.
Así murió Mariñanco, ¡ah!
Ahora, una fábula:
HISTORIA DE UN MUERTO QUE SE CASO CON UNA VIVA
En ese tiempo un hombre murió y ese hombre tenía una
amante. Ella supo que él había muerto.
Se enterró al hombre; mataron a sus caballos y le pusieron
en su sepultura todos sus bienes: su montura, sus espuelas, su cuchillo, su
fuete y su lanza de colihue.
Hacía diez días que él había muerto cuando salió a buscar
a la mujer que era su amante. En camino, al crepúsculo, él llegó a la casa de
un amigo suyo. Este le dijo al verle llegar: "Se dice que tú has
muerto".
- ¿No ves que es mentira? - le contestó el muerto ¡Se
miente tanto!
Después él se fue a dormir con su amigo y éste le tocó
con dureza en el costado.
El muerto se quejó así:
-No hagas eso, camarada, porque el costado me duele.
Y su amigo lo dejó tranquilo.
Más tarde, cuando ya todo el mundo dormía, él fue a
encontrarse con su amante.
-Al fin he llegado -le dijo-; he aquí que hace mucho
tiempo que se habla de nosotros dos. Nosotros vamos a casarnos en seguida;
nosotros partiremos esta misma noche.
- Está bien -dijo la mujer -. Pero han dejado tu silla de
montar en tu sepultura. ¿Qué vas a hacer para recuperarla?
-Yo sólo sé cómo la tendré -contestó.
-Ensilla bien, ensilla muy bien tu caballo, y vámonos
-dijo la mujer.
Entonces él ensilló su caballo y ninguno de los hombres
de la casa se dio cuenta.
-Ya he terminado -dijo él, y se pusieron en camino.
A poco de andar, él puso su caballo al galope, y comenzó
a cantar así: "azul, azul es la tierra adonde nosotros vamos".
Entonces la mujer comenzó a tener sospechas.
-¿Por qué cantas tú? -dijo ella al muerto, hablándole
desde la grupa.
-Nuestros antepasados cantaban siempre así cuando ellos
llevaban una mujer consigo para desposarla -contestó el indio. - Ellos llegaron
cerca de la sepultura; y la mujer, al comprender, se volvió loca.
Dos días más tarde, el padre de la mujer desaparecida de
la casa, dijo:
-Yo voy a buscarla - y se encaminó a la casa del amante
de su hija porque no sabía que había muerto este hombre.
-Yo vengo a ver -dijo el viejo - cómo va mi hija y si se
han instalado bien en esta casa; y el otro viejo respondió:
-Pero ¿es que yo tengo un hijo? He aquí que hace mucho
tiempo, más de diez días, que mi hijo murió. ¡Ay!
Entonces ellos se fueron al cementerio. Allí encontraron
a la mujer montada sobre un caballo muerto. Ella lloraba, ella lloraba. Los dos
la llevaron consigo para devolverla a su aldea.
Diez veces ella rehusó quedarse allí. La retuvieron por
la fuerza en su casa. Diez veces ella huyó.
Al saberlo, el padre del muerto dijo:
-Yo voy a comprar a esa mujer.
Y la mujer fue comprada a fin de que pudiera matársela
sobre la tumba del hombre muerto para que pudiera seguirlo a la otra vida.
Estos son los textos genuinos.
Yo les diré después algunas fábulas contadas, pero he
querido que saborearan esa simplicidad, esa llaneza, que parece de una
literatura anti-clásica.
Los araucanos tuvieron y tienen todavía sus poetas. La
belleza global de sus poemas sorprende en un tipo humano tan primitivo, lo
mismo que sorprende la perfección de la jarra del indio amazónico.
Esta poesía araucana está compuesta, más o menos, de
piezas de conjuros, conjuros hechos a las divinidades mayores o mínimas y de
invocaciones dirigidas a las mismas.
Esta poesía comprende a veces asuntos épicos; algunas
alabanzas de toquis o caciques, a veces la crítica de uno de ellos como la que
ustedes oyeron. Son también pequeñas piezas de emoción individual.
El indio canta siempre cuando lleva la mujer robada, y
ésa es la única forma de matrimonio que ellos conocen. El canta también, lo
mismo que el viejo griego o que el viejo indio borracho de su chicha de maíz.
El canto expresa generalmente ese asimismo. La canción
individual la canta su autor y la canta con una especie de regusto de paladeo,
de repeticiones de aquellos versos en que él considera que el sentido es más
importante o más agudo.
Las mujeres son las brujas de la Araucanía. La mujer
araucana tiene este privilegio, no teniendo ningún otro: ella es sacerdotisa;
ella forma parte de la vida religiosa del pueblo.
Hay en la naturaleza del indio, lo mismo que hay en la
naturaleza del mestizo chileno, una derechura de expresión; una derechura y
hasta cierta brusquedad como la del torrente cordillerano que cae casi
vertical.
El sentimiento del indio está exento del romanticismo del
criollo, es viril y tiene una sencillez un poco brutal como la de la peña
rosada de su cordillera; la fuerza apuñada de estos poemas y su sequedad,
recuerdan algunos epitafios espartanos, y si se trata de canciones hacen
recordar toda la poesía oriental. Pero no sólo cuando la canta, sino al hablar,
el Araucano repugna la retórica, la exageración, la hinchazón; y aunque se
suele decir que esta sobriedad no es vital, que es sólo miseria lingüística; no
hay tal.
Cuando el indio va a la escuela y aprende español, lo
comprende perfectamente. Yo he tenido algunas alumnas araucanas; conservan esa
misma sobriedad; y ésa es una de las razones por las cuales en la escuela, cuando
la maestra no tiene fineza para observar a este grupo indio, el indio aparece
como una criatura torpe, siendo solamente una criatura sobria, sobria por una
gran honradez de la palabra, por un sentido de que la palabra debe ser
suficiente, y no ir más lejos.
Leyendo yo estos y otros poemas más que vamos a publicar
ahora, en una edición francesa en París, me acordaba de esa preciosa definición
del verso que hay en Juan Maragall, el catalán. El dice que el verso es una
especie de explosión de los sentidos en lo cual se incluye la idea, el
concepto, de que el verso tiene que ser rápido por lo mismo que expresivo.
Estos poemas cortos son como el aletazo del buitre
nuestro; antes y después, inmediatamente después del verso, no hay sino
silencio y uno se queda impresionado por ese gran aletazo que se ha acabado en
un momento.
En el poema "Invocación para pedir el buen
tiempo", ustedes habrán visto mucho parentesco con nuestras letanías.
Nunca entenderé por qué el mestizo ha sido tan incomprensivo, tan extrañamente
trivial para entender y apreciar esta poesía.
Porque, soberbia aparte, la oración que acabamos de leer
está tan próxima a nosotros, la insistencia, esa ingenua adulación que todo
creyente le hace a su Dios por medio de vocativos, de adjetivos; esa escalera
del ruego, una especie de escalera invertida en que a medida que se avanza en
la súplica, la escalera se ensancha; esa familiaridad con lo divino, como de
quien se va ocupando por el fervor y a medida que más se enardece más cerca se
siente, hasta que al final ya le habla a Dios como le habla a un prójimo, como
a un pariente, como a un camarada y hasta como a un compadre.
Todas las cualidades y todos los defectos de nuestra
oración están en la oración del pueblo indio araucano.
Ustedes habrán observado esta mezcolanza que hay de
personas. El indio habla frecuentemente de sí mismo como de una tercera
persona, habla de sí mismo en tercera persona. Este es un hábito de algunas
naciones del Oriente y ha dado margen a muchas confusiones entre los folkloristas.
La fábula que leí es un cuento de fantasmas. El fondo es
éste: como el indio compra la mujer, el padre del indio muerto considera que
para que esa mujer acompañe a su hijo en la otra vida, es necesario que antes
él pague lo que debe a su consuegro. Una vez pagada, la mujer podrá matársela,
y podrá matársela al estilo hindú: para que la viuda acompañe a su marido.
La vista del hombre amante, la cabalgata y la llegada a
la sepultura, todo eso se ha cumplido en fantasma. Aquel hombre que llega y se acuesta
en la cama de un amigo, y que al ser tocado dice que le duele el costado, es un
fantasma; el que dialoga después con la mujer y la convida al casamiento, es el
mismo fantasma. Sólo al llegar al final del viaje, la mujer se da cuenta de la
aventura, pero al darse cuenta y el ver al hombre desaparecer en la sepultura,
no la aleja por salvarse del lugar. La mujer en ningún momento piensa en
abandonar al muerto. A la mujer se la conduce a la aldea y diez veces se
devuelve.
Es la idea, muchísimo más espiritual que la nuestra, de
la unión del hombre con la mujer: es la idea de que ella pertenece a ese hombre
con cuerpo y sin cuerpo.
Hay en estas fábulas una naturalidad maravillosa que el
mestizo ha pervertido, ha perdido; hay en ellas una cantidad de huecos, de
subentendidos, que son frecuentes en el indio, criatura dotada de más sutileza
que la que le concedemos.
El indio salta sobre muchos detalles que un cuentista
realista pone, haciendo muy pesado su relato. El indio cuenta con que el
auditor ha entendido.
El juicio que se da en "El canto de Mariñanco"
sobre el cacique muerto, es un juicio exento de toda crueldad, pero a la vez
muy verídico.
Se dice que el hombre tiene tres corazones para pintar su
fortaleza y su bravura; pero se dice, a la vez, que por tener sus tres
corazones era tan cruel.
El poeta nuestro ha caminado mucho trecho; todavía éste
era capaz de pintar exactamente al cacique. El poeta criollo colma muchísimo de
alabanzas al jefe, meritorio o no.
La mitología araucana es reducida. El folklore de la
América es sencillamente maravilloso, pero el indio es una constelación menor
dentro de este folklore.
El indio nuestro es un soldado y como tal ha pasado a la
historia; no carece de imaginación, pero su fábula es mucho menos complicada,
menos brillante, menos rica y mucho menos metafísica que la fábula del maya
quiché o del quiché himadá.
Las divinidades araucanas más importantes son los que
ellos llaman los pillanes. El pillán es un espíritu protector de la montaña, a
veces es el boscón mismo. Cada montaña tiene una especie de ángel guardián que
es el pillán, aunque en algunas versiones no haya una división de forma y de
espíritu, sino que el pillán es el monte mismo.
No es raro que un país capitaneado en cualquier lugar por
una montaña señera, haya dictado tantas fábulas de pillanes a su raza.
Después de esta fabulación, a base de la cordillera, hay
una fabulación a base de lo marítimo y de lo fluvial; muchísimas criaturas de
mar, de río y de laguna.
Las divinidades marinas son principalmente dos
serpientes: una serpiente un poco bíblica, una del bien y otra del mal: una el
Trren Trren y otra el Cay cay birú. Después de eso vienen algunas figuras
equivalentes al sátiro europeo como la del "Trauco"; después,
supersticiones; son relatos organizados sobre la presencia en las aguas del
cuerpo, que es una figura flotante sobre el agua.
Voy a contarles una fábula sobre las dos serpientes
marinas.
Había una linda muchacha que iba a bañarse al mar.
Siempre que salía, la espiaba el Trauco. El Trauco es el sátiro de la
Araucanía, una figura selvática que va cubierta de enredaderas o de lianas. El
Trauco es bastante odioso a la vista; su mirada, como la del basilisco, para,
detiene por lo horrible. El Trauco lleva la cabeza vuelta hacia la espalda y una
pierna encogida. No pisa con los pies: lleva dos muñones.
Este sátiro persigue a las adolescentes, y cuando alguna
muchacha aparece un buen día con un niño en los brazos, sin que se conozca su
historia de amor, la criatura se le atribuye al Trauco, y se dice: "se
encontró con el Trauco".
Este es el Trauco que espiaba a la muchacha que se iba a
bañar, y un buen día se lanzó sobre ella y la obligó a quererlo. La muchacha
luchó con él y durante la pelea, el Trauco apeló a su madre, una problemática
madre que era la serpiente maligna, el Cay cay birú.
El mar hizo un gran remolino y la serpiente acudió en
apoyo de su hijo, pero la muchacha, que se sabía su mitología -o sus clásicos,
como se dice-, había subido llamando en su auxilio a la serpiente enemiga, el
Trren Trren. Y el Trren Trren llegó a tiempo, pero no era ya tiempo de salvar a
la mujer; era solamente tiempo de salvar a la criatura.
La mujer, la muchacha, había sido atada a una roca por el
Cay cay birú; tanto había estado con sus piernas atadas por la cola del Cay cay
birú, que no podía subir la montaña. Entonces la buena serpiente, el Trren
Trren tomó a la niñita en su boca y subió, dando unas cuatro vueltas, a la
cumbre del boscón.
Entonces sobrevino una lucha tremenda entre las dos
serpientes. El Cay cay birú cree poder subir a la cumbre de la montaña; el
Trren Trren ya ha subido y tiene arriba bajo su guarda a la niña y a la pobre
mujer, que la conseguido ascender.
La serpiente marina malvada, llama en su ayuda a todas
las divinidades de la lluvia, que son un buen cortejo. Los pillanes de los
alrededores empiezan a hacer llover. Sobreviene la inundación. La gente de la
aldea va saliendo; buscan un punto, un lugar en la montaña donde guarecerse y
van todos escalando la montaña. Mientras tanto el Cay cay birú sigue haciendo
subir el agua del mar y sigue haciendo llover. Y esta lucha de las dos
potencias continúa, y ésta es la leyenda del diluvio universal.
Un grupo humano bastante numeroso se salva en los altos;
otros caen en racimos por las laderas, por las costas y se transforman en
pescados o en piedras. De todas maneras la familia humana ha quedado guardada
allá arriba, y cuando el diluvio pasa, el género humano, la familia de Adán y
Eva, vuelve a bajar y puebla la tierra.
La leyenda del diluvio que es tan metafísica entre los
mayas y quichuas, que es tan profunda y tan compleja, al araucano no le regaló
sino esta pequeña fábula.
Voy a contarles el mito del Caleuche.
Las fábulas leídas son de la Araucanía genuina, es decir,
de la zona que queda al sur del Bío-Bío, antes de la Patagonia.
La leyenda del Caleuche existe en la región del
archipiélago de Chiloé. Es muy linda, sólo que es un tanto mestiza. La mayor
desventura folklórica consiste en la conformación.
El mestizo coge la fábula india, la adorna de una manera
cursi, la vuelve barroca, con una gran sencillez y la enreda en malezas, en una
imaginación gastada y turbia del europeo, y se malogra. El Caleuche es ya
mestizo. Hay mucho en él del buque fantasma holandés.
El Caleuche es una especie de barco pirata, de foragidos
del mar. Es muy difícil definirlo. Es una barca por aquello de que navega
siempre, pero no es solamente un barco, es una especie de ballena por la figura
con que aparece. Es un navío que navega andando todo él fosforescente, de proa
a popa. Se acerca alguna vez a la costa, pero lo natural es que navegue en alta
mar.
El Caleuche pertenece a lo que llama nuestra gente el
gran arte. La frase tal vez le hubiera gustado a Goethe, el gran arte es la
mujer, es la brujería y la barca Caleuche, que nosotros llamamos "la barca
del gran arte".
Embarcados en el Caleuche va una tribu de demonios, de
auténticos demonios marinos, y una tribu de hombres o brujos asimilados.
Navegan sobre el Caleuche y tienen en su cubierta grandes orgías.
El aspecto de la barca en la ceguedad de la noche de
Chiloé es el de un navío en festival, un navío todo incendiado, encendido,
donde se oyen gritos de celebración de fiesta mezclados con juramentos.
El brujo asimilado nace de que el hombre costero, curioso
alguna vez del Caleuche, se allega a la costa y consigue saltar a la cubierta.
Desde que llega a la cubierta es transformado a una figura parecida a la del
Trauco. La cara va al revés, y también una pierna va encogida, y toda esta
especie de traucos camina sobre un pie que es un muñón.
¿A dónde va el Caleuche? No se sabe su destino, no se
conoce, pero de regreso sólo trae una curiosa cargazón de oro, de oro
submarino.
No se puede tampoco ver claro en la fábula si hay un
espíritu, un espíritu mayor, si hay un Caleuche unipersonal o si se trata de
una divinidad colectiva.
Este Caleuche, al revés de casi todas las divinidades del
mundo, es solterón: no se casa.
(Hilaridad)
Nunca se ha contado que en una playa desembarque ni el
Caleuche padre, ni los caleuchanos, a robarse o a casarse con alguna de las
muchachas que recogen almejas en las dunas chiloetas.
Hay algunas acciones muy personales del Caleuche.
De tarde en tarde se conmueve, se humaniza, conversa con
el chilote que subió al barco y hasta le entrega parte de la cargazón de oro.
Entonces es el caso de que una familia chilota enriquezca bruscamente y sin
razón visible, y todo el mundo diga: "tuvo tratos con el Caleuche".
(Hilaridad)
Los brujos asimilados aprenden los secretos del Caleuche
a lo largo de las excursiones que pueden durar una noche, o meses, o años. Pero
cuando el brujo consigue ser desembarcado, cuando logra quedarse libre del
hechizo, es castigado con que le rebanan la memoria. Al bajar a la costa él
deja de acordarse y pierde toda su experiencia del Caleuche. El lo olvida todo
y baja convertido en un idiota que no puede contar ni su propia historia.
La historia del Caleuche es popularísima; no es una
mitología muerta en Chiloé. Lo mismo la oyen ustedes del indio, que la oyen del
mestizo y del blanco.
Hay veces que un señor de rasgos perfectamente españoles,
les cuenta a ustedes el Caleuche con una tal seriedad y con una tal dignidad de
narrador, que se sentiría muy ofendido si ustedes dudaran de lo que cuenta. Los
guardianes de faro de la costa de Chiloé gastan su amor propio en haber visto
el Caleuche. Siempre un chilote que se respeta a sí mismo no puede haberse
quedado ayuno de la fiesta de haberlo divisado.
Cuando yo leía ese relato de los monstruos marinos que
aparecieron por allá en Escocia o Irlanda, no recuerdo, yo pensaba: la fábula
del Caleuche se vuelve respetable en todos los cuentos de viaje, porque el
monstruo marino parece que existe, y es probable que haya alguno inédito
todavía por allá, pronto para el que lo vaya a cazar.
De todos modos, los elementos del Sur están tan
traspasados de la presencia del Caleuche que cuando se navega de Puerto Montt a
la Patagonia, siempre hay algún grupo de Chiloé que en la noche, a pesar del
hielo, que la deja a uno sin carnes, se colocan en algún punto de la barca,
delante de la negrura, por si pasase el Caleuche. ¡Yo no he tenido esa suerte!
(Hilaridad)
Voy a decirles algo sobre el indio araucano. El araucano
es de talla mediana.
Don Alonso de Ercilla cometió tres dislates, para mí
enormes, en su poema de La Araucana, libro que dicho sea de paso yo le
agradezco mucho.
Uno de ellos fue crearnos una india falsa en la Fresia.
La Fresia, la mujer de Caupolicán, es una especie de Walkiria araucana,
enteramente germánica, una señora alemana que se atraviesa en el camino por
donde va a pasar su marido prisionero, y el Avicute, el hijo. No hablo mal de
las alemanas modernas, pero hablo de la Walkiria.
¿Podía la Walkiria ser tan salvaje para lanzar ese grito
de: ¡allá va tu hijo!; yo no quiero un hijo infame de un padre infame?
A mí me ha inquietado siempre ver en el trozo de "La
Araucana" sobre la Walkiria nuestra en manos de todas las alumnas de
nuestras escuelas. No hay Fresia y no hay tal Walkiria.
Aquella india araucana que existió y que existe hoy, es
una criatura ciento por ciento oriental, llena de gracia, de timidez, de
ternura. Es una mujer con una voz de tórtola, cuyos gestos no contienen ímpetus
nunca; cuya ternura por el hijo es una maravilla, obscura de instinto, que remata
no sé en qué cogollo de la espiritualidad más pura.
Segunda fabricación de Don Alonso de Ercilla: él le dio
al araucano una talla enorme, una talla caucásica o vasca, también por el deseo
de significación de su propio combate, por ese deseo que el español ha sentido
a veces de engrandecer a su enemigo para honrarse a sí mismo; nos regaló una
imaginaría de gigantes que no existe. El indio araucano es bajo, cuando más,
tiene la talla mediana.
Tercer error de "La-Araucana": lo más
maravilloso que había que contar en ese poema, era la selva de Arauco. Don
Alonso no la nombra para nada.
Algunas veces he pensado en si a este hombre le pasó lo
que a nosotros nos pasa con la cordillera: que no la cantamos porque no podemos
con ella.
Tal vez ese hombre tuvo esa gran modestia de silenciar el
tema mayor que no era capaz de decir. La selva araucana no aparece a lo largo
de un poema tan minucioso, que es hasta geográfico; y no hay otra explicación.
El único indio alto de la América, parece que haya sido
el Patagón, aunque se ha exagerado demasiado su tamaño. Tal vez las noticias
del Patagón llegaron a los oídos de Don Alonso de Ercilla e hizo el trueque.
Por otra parte yo considero a Ercilla una especie de Don
Quijote del indio. Es para mí el primero de los indianistas, como quien dice el
antecesor. Es un español que habla con admiración y con amor del indígena.
Todavía siguen llamando roja a la raza amarilla y en eso
anda también el deseo tan necio del blanco de hablar del indio siempre como una
prolongación de sí mismo, como una degeneración del blanco, como un inferior
del blanco.
El indio en ese aspecto no tiene nada que hacer con el
blanco. Una piel roja necesita siempre un fondo de blancura para ser roja, y
este hombre es radicalmente amarillento; moreno amarillento. Cuando está menos
tostado, es casi amarillo, es casi un chino.
Me decía el profesor Paul Rivet, hace poco, que él seguía
pensando, de más en más, que el indio americano no es mongol, sino polinesio.
El tipo del araucano, sin embargo, a lo que se parece más
es al japonés. Como el japonés, tiene talla mediana, pero no existe en él
debilidad. Es un hombre muy musculado que solamente en la extremosidad del
hambre llega a ser ese harapo humano que nos quieren regalar a cuenta del indio
americano.
Por si alguien no lo sabe -la mayor parte lo sabrá- la
famosa belleza del blanco que está puesta en el arquetipo de la escultura
griega, fue hecha de esta manera, copiada de esta manera: el escultor griego
creía en lo que llaman la escultura idealista, es decir, tomaba la mejor nariz
ateniense, los mejores rizos atenienses, el mejor cuello de la Atica. Iba
escogiendo las facciones tipos, y con eso hacía una cabeza que aparecía divina,
pero que era el resultado de un espigar maravilloso y paciente.
Casi todas las esculturas griegas, aun la de los bustos
históricos, no son biográficas, y aunque lo diga a veces un hombre ilustre, son
imaginativas.
Yo me he puesto a pensar alguna vez que saldría una
escultura magnífica del indio si la trabajáramos en esa misma forma maliciosa,
patriótica y estupenda.
Cojan ustedes la mejor nariz indígena, y cojan ustedes la
talla del patagón y tomen algunos ojos de indio en los cuales el negro es tan
profundo, la mirada tan entrañable, que a mí me daba la impresión en México de
que el indio me miraba desde la nuca, con unos ojos tan profundos, que le
partían de la nuca; y tomen ustedes unos cuantos rasgos más, y verán la hermosa
escultura racial que tendríamos y qué contentos estarían todos los mestizos que
reniegan su indio, de decir: "¡yo soy ése!"
(Hilaridad)
La frente del indio es pequeña, pero no es tan estrecha
como se la ve. El indio en un abandono muy viril, se deja el cabello hacia
adelante y como decimos en Chile tiene la frente calzada, es decir, tiene la
frente invadida de pelo.
El ojo que algunos llaman opaco, está en muchos de ellos
lleno de inteligencia, es un verdadero relámpago negro. Yo no había visto nunca
una piedra que se le pareciera hasta que vi en México la obsidiana, esa piedra
un poco verdosa, pero generalmente negra, que es toda luz, que es toda luz
ella, esa luz negra tan rara de concebir.
El indio sabe andar, pero sobre todo, la india. Ustedes
saben que la marcha humana ha sido muy estropeada con los zapatos, sobre todo
con los zapatos nuestros, con los tacones nuestros.
La india camina a pie descalzo, con un ritmo gracioso de
verla y de seguirla, con un verdadero ritmo racial. Ese ritmo, esa marcha, no
se los muda el accidente del camino. Cuando la mujer blanca se encuentra por
ahí con la cuesta, para bajarla o para subirla, toda su marcha se le
desorganiza. La india se encuentra una piedra, un peñasco, un árbol, y no se le
rompe el ritmo que lleva.
El indio y la india tienen el pie y las manos pequeños,
pero además, muy hermosos.
Ustedes se acuerdan del escándalo que fue para el indio
ver el pie de los españoles y cómo miraban a estas señoras del cielo que les
parecían divinas sólo hasta los pies. Los pies de ellas los espantaban y
también los espantaban algunas manitas de señoras españolas que llegaban.
La india, a menos que se la exponga a trabajos muy brutos
que le deformen las manos, tiene una mano de rasgos preciosos; unas manos de
flor, pero de una flor un poquito gruesa, de una flor de nácar. Diríamos unas
manos blandas, muy pálidas, carnudas, preciosas: las manos más lindas que yo he
visto en este mundo.
El indio tiene las manos más toscas; pero manos y pies,
en todo caso estos dos remates del cuerpo tan importantes, son en ellos un poco
principescos.
Hay otros detalles menudos de mucha trascendencia,
también valiosos en ellos: la dentadura es blanca, limpia, sana. Además de eso,
el aliento es bueno; además de eso no huelen mal. El indio no huele mal, el
indio hace o lleva en sí lo que diría Montaigne, cuando decía: "el mejor
olor, es no tener ninguno".
(Hilaridad)
El blanco huele bien cuando no huele mal.
(Hilaridad)
¿En qué caso, en qué capitulo, el mestizo chileno está
indianizado? En la apariencia, el indio se ha diluido y no existe entre
nosotros.
Pero oigan ustedes hablar en el campo o en cualquier aire
abierto a un español puro y al hombre o a la mujer chilenos, y esos dos acentos
son tan diversos que parecen de dos razas.
El indio ha puesto en la garganta del mestizo chileno la
dulzura de su voz, cosa muy importante. Yo creo que la voz es una de las cosas
más importantes de este mundo, y sólo sabemos eso cuando olmos hablar una
lengua muy bárbara.
El indio ha puesto en el carácter del mestizo chileno un
dejo de melancolía que no es la acidez, que no es el fatalismo del mestizo tropical,
que no es el desgarrón ése de la quena, pero que es siempre una cosa
melancólica, una cosa saudosa.
Y ¿qué haría ese hombre tan fuerte, tan brusco, tan seco
que es el chileno vasco puro, qué haría sin ese vaciadero de la melancolía, y
qué harían los demás con él? Es el indio quien ha puesto en el mestizo ese
pequeño velo.
El indio araucano dentro del cuerpo mestizo del chileno,
duplicó el vigor que el español, en tiempos de la Conquista, no llevaba ya muy
entero.
Siempre el chileno recuerda al indio cuando se trata de
hacer un poco de alarde de su fuerza . No lo niega en su cuerpo, lo niega en su
alma, pero es en su alma donde se ha refugiado.
Cuando rara vez miro mi cuerpo en el espejo, no me
acuerdo del indio, pero no hay vez que yo esté sola con mi alma, que no lo vea.
Tenemos hasta un punto en que esa otra máscara vasca se deshace y no me queda
sino el indio químicamente puro.
Yo he hecho mucha experiencia con la lectura de los
niños. En esa cosa que se llama la literatura infantil, yo he llegado a la
conclusión de que la literatura infantil es el folklore de cualquier país, que
lo que baja más verticalmente al niño es la fábula folklórico; que lo que se
prende más fácilmente a él es ella; que todo lo demás se resuelve en una
materia pedante.
Y yo he hecho tantos versos y algunos cuentos también,
para las criaturas, para llegar a saber que mejor habría sido recoger todas
esas historias de viajes de la vida de los indios o la de los españoles.
Hay un misterio en el folklore, que es el misterio de la
voz genuina de una raza, de la voz verdadera y de la voz directa, y es que en
él se canta la raza por sí misma, no se canta por esa especie de altoparlante
tan dudosa que es el poeta o es el novelista. El folklore se parece a la
entraña. No se puede nadie acercar al folklore con un pensamiento demasiado
estético. Las entrañas no son bonitas, son bastante feas; pero tienen la
primera categoría en el organismo. Todo lo demás existe como adorno de ella.
El folklore tiene esa fealdad de las entrañas y la
fealdad de las fraguas y del motor mirados por dentro.
El folklore es importante en cualquier raza, pero sobre
todo en la nuestra. El genio español es un genio folklórico. Hay veces que toda
la poesía española se me resuelve a mí en este grupo: el inmenso folklore
español; luego la poesía de los místicos (nunca se sabe la raza hasta qué punto
es sólo raza), y luego Rubén Darlo que me liquida el panorama de la literatura
española en estos tres grandes montículos o pirámides.
En mis dos años de Madrid, yo me dediqué a recoger los
libros en que hay folklore poético. Yo me hice un volumen de selección de
seiscientas y tantas páginas. Fue para mí un descubrimiento y tuve una gran
impresión de vergüenza porque, tal como dijo Cejador, la verdadera poesía española
es ésa.
El genio español es hasta tal punto folklórico que si
ustedes observan, el español no puede prescindir completamente de él para nada,
ni ha prescindido cuando ha sido un español muy grande.
La lengua española repugna la retórica, se muere de ella;
la artificiosidad la escupe; la pedantería apenas puede durar dentro de ella.
Recuerden ustedes que Góngora, cuando no toma un dejo
folklórico es ese poeta insoportable que no toleramos; recuerden ustedes que
dos tercios del genio de Lope es folklórico; recuerden ustedes dentro de la
poca poesía de Santa Teresa, qué aire de cantinela de copla existe; en San Juan
otro tanto. Pero salten ustedes de un gran brinco y lleguen a lo de hoy, y
podrán ver cómo el muy precioso de Juan Ramón Jiménez y el muy austero de
Machado Antonio, y García Lorca, y Alberti, todos tienen planos folklóricos más
o menos visibles; todos están asistidos de este sustento; todos necesitan
recibir ese gran resplandor.
Yo no sé por qué tenemos esa gran desventura de que el
folklore español apenas pasó a la América. Yo quisiera que la gente sabia que
se ocupa de estas cosas, me ayudara a entenderlo. Tal vez porque en todos los
primeros años, lo que vino de España fueron hombres y no mujeres.
Yo tengo la pretensión de que el folklore pasa a los
niños por nosotras, porque el hombre anda siempre muy apurado y el folklore
necesita un poco de pereza, de lentitud.
El hombre desprecia hasta tal punto lo infantil, es tan
poco inteligente en ese desprecio de la bobería y sabe tan poco hasta qué punto
la inocencia sirve para vivir, que yo en mis recuerdos chilenos no he oído ni a
un solo hombre chileno contando un cuento. Son sólo mujeres las que contaban, y
las que tengo en mi memoria; pues, vinieron pocas mujeres españolas, y el
folklore español apenas se escurrió hacia aquí.
Vinieron de España muchas cosas; vinieron cosas lindas,
plantas, bestias útiles; vinieron las herramientas, las cosas de matar, para
matar rápido; vino la religión que en tanta parte es folklórica; pero el
folklore apenas llegó, y lo poco que llegó, lo falseamos, lo estropeamos de tal
modo que yo he mirado con una lástima y una vergüenza el original de la Ronda
de Niños españoles y lo que nosotros sacamos de ella es sólo una caricatura. Yo
creo que lo mejor que pudieron traernos después de la lengua era esa poesía
folklórica. Entonces quedaba la vía guardada, lo folklórico indígena; pero lo
mataron, en primer lugar, con el horror de lo herético.
Yo estoy segura que el misionero cuando destruyó, cuando
quemó, cuando maldijo de textos -porque maldijo también de los textos - no lo
hacía sino por su horror de la herejía, de que se deslizara una gotita de
paganía en aquellos preciosos textos que ellos echaron a olvidar, y esa
operación de hacer olvidar a una raza su folklore, me parece a mí una de esas
operaciones que llaman los teólogos "pecado contra el Espíritu
Santo".
Es muy malo sumir en el olvido la memoria de un pueblo;
se parece al suicidio. Esa operación de anestesia de una cantidad de razas
indígenas, es echarle al olvido lo suyo; pero echárselo maldiciéndolo antes,
haciéndolo por herético y satánico. A mí me da dolor hoy mismo.
Tiene por ahí una frase Eugenio D'Ors, que viene al caso.
El habla de todo lo grande y profundo que hay en ciertas cosas triviales y
repite siempre esto: "Nadie sabe, -dice- todo lo que hay adentro de un
minuet de Mozart". Tampoco sabe nadie todo lo que hay dentro de una fábula
folklórico. ¡A mí me ha costado tanto entender todo lo que corre dentro de una
fábula folklórica!
Hay veces que en la fábula no existe otro elemento
utilizable que ciertas menciones de árboles o animales, pero como esas
menciones de árboles y animales no están en la poesía docta, en la poesía
culta, esas menciones son como una lanzada de casticismo que entra en nosotros.
Hay veces que no hay ninguna idea precisa, ni leyenda, en
una fábula folklórica, pero hay un ritmo solamente, un ritmo lo mismo que en
una canción; y una se siente; se abandona a eso; y eso es un ritmo racial.
Y yo insisto en esto, y querría insistir muchísimo más.
Yo no sé decir lo que es un ritmo racial, pero lo que sí
sé es que a veces en la vida en el extranjero yo me muevo dentro de una
cantidad de cosas bárbaras como quien nada unas aguas que no son suyas y de
pronto yo me refugio en algunas cosas mías: a veces es una imagen; a veces es
una entonación; a veces es comer maíz, de tarde en tarde; a veces, muy rara
vez, en una estrofa criolla, en una estrofa de Silva Valdés, por ejemplo, o de
Prendez Saldías, el chileno.
Entonces yo me acojo a eso como me cogí en Chile cuando
me caí al río, de una rama de sauce, y yo me cojo a eso y me salvo, me salvo de
esa mala corriente obscura, extraña que me llevaba consigo.
Pues la fábula folklórica suele tener ese ritmo. No es un
ritmo natural de la forma; no es un ritmo métrico; es una cosa que va por
dentro, es una corriente subterránea, es casi un elemento mágico.
Lo mejor que pudo haber pasado en bien de nosotros si el
folklore indígena no se pierde, habrá sido salvar el folklore del
descastamiento horrible que vendrá sobre nosotros, porque el folklore salva
como una medicina, para esto, como un antídoto, de este descastamiento.
Yo no sé si a mí, maestra, me será posible hablarles de
literatura chilena, si podré darles en todo su bulto el absurdo y el gran
disparate del suicidio que significa la poesía de la América durante un largo
tiempo, del suicidio de la chilenidad en Chile, de la mexicanidad en México, de
la peruanidad en Perú.
Parece que a lo largo del romanticismo y del modernismo,
nuestra gente no se puso sino a eso: a suicidarse. Parece que antes de empezar
a escribir hubieran hecho una operación de conjuro, arrojando todo lo que era
noble, de pronto: de aves, de bestias, de piedras, de criaturas nuestras, hasta
crear el vacío total a fin de que se despeñara lo extranjero a una catarata
dentro de nosotros.
Si el folklore indígena se salva, estas dos actitudes de
trágica cursilería de extranjerismo rabioso no habrían podido cumplirse.
No creo que haya posibilidad de una averiguación cabal de
nosotros mismos, sino después de un largo registro de nuestro folklore. Hoy por
hoy no podemos hacerlo.
Hay zonas en las cuales un grupo de hombres fieles se ha
puesto a recogerlas, y da mucha alegría que Chile sea una de esas zonas.
Todavía queda mucho suelto por ahí. En México se ha hecho muchísimo; algo
conozco del Perú y de la Argentina, aunque la zona no es muy rica
folklóricamente en la Argentina se ha trabajado bastante. Pero ¡cuántas cosas
perdidas en Centro América; en las Antillas casi todo; cuántas en Colombia y
Venezuela! Y, sin embargo, no habría otra manera de entender al aborigen, que
es, dicho sea con una petición de perdón muy respetuosa a mi ilustre colega el
señor Roberto Levillier, (15) yo creo que hay que decepcionarse de rastrear el
mundo para encontrar al cronista capaz de escribir bien sobre el indio. ¿Dónde
vamos a hallar ese maravilloso conquistador, capaz de decirnos mucho bien de su
enemigo, a menos que fuera don Alonso de Ercilla que por poeta tenía en él todo
el desenfado y la generosidad loca y el frenesí de entusiasmo que hay dentro de
un cuerpo de poeta?
El cronista de Indias, aquel a quien más nos podemos
fiar, es el misionero, empezando por el capítulo de los religiosos, no quiso
ver en la página indígena sino satanismo, brujería perversa, a pesar de su
religión, a pesar de lo más santo de ella.
Vean ustedes cómo no va a ser importante que a esta
fuente del folklore la limpiemos, y salvemos lo muy poco que hay de estas
pequeñas aguas guardadas, yo no sé por qué maravilla en una que otra quebrada,
en una sierra de nuestra cordillera y en los lugares más lejanos.
Esas son las escrituras sacras nuestras del indígena, y
les digo nuestras, porque es necesario que el mestizo -aquí hay pocos- entienda
que es la única manera de hablar; que él no puede hablar del indio destacándolo
hacia afuera como quien tira el lazo. El indio no está fuera nuestro: lo
comimos y lo llevamos adentro.
Y no hay nada más ingenuo, no hay nada más trivial y no
hay cosa más pasmosa que el oír al mestizo hablar del indio como si hablara de
un extraño.
Y esto no es así. Nosotros lo comimos, como diría
Unamuno, nos anda por dentro.
Pero hay algo muy curioso, y el homeópata me daría esta
explicación. Yo he observado en nuestra raza que el mestizo donde el indio obra
más fuerte, sólo es un mestizo en que hay poco indio. Esa homeopatía la trabaja
muchísimo, en tanto que el mestizo cargado de indio o que tiene la obsesión del
español, de lo que le falta de mestizo, menos recargado, se ve frecuentado,
perseguido, obsedido por esto, lo sepa o no lo sepa, porque hay unas obsesiones
conscientes y otras inconscientes.
En todo caso, esta lectura folklórica que teníamos que
hacer y que a mí me parece la fiesta más delicada, más aguda y más cuidada, más
escrupulosa, no puede ir sino junto con un signo muy grande delante del indio.
Si el que está leyendo le dice al indio que lleva adentro, no, se entontece, se
embrutece; pero en cuanto comienza a decir, sí, a aceptar que él anda por su
sangre, entonces lo empieza a ver, y desde que lo empieza a ver toda la fábula
a él se le vivifica, toda la historia de la América entra a chorros en su
cuerpo y la América comienza a existir en él.
Ese es el nacimiento del americano. Hay muy pocos comunes
denominadores entre nuestros países: uno es la lengua, ya se sabe, otro es la
religión - este común denominador se ha quebrantado mucho, desgraciadamente -
el otro es el indio, y la unidad de la América tiene que apoyarse en estos
puentes aunque sean débiles.
Y para llegar a ser, el común denominador indígena, el
silabario, el abecedario, es nuestro folklore.
(Grandes y prolongados aplausos)
En: Gabriela anda por el mundo. Roque Esteban Scarpa,
comp. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978.
(*) Versión taquigráfica de una de las charlas dictadas
por Gabriela Mistral, en enero de 1938, en los Cursos Sudamericanos de
Vacaciones en Montevideo, sobre "Literatura, geografía y folklore
chilenos". Tomado de "Revista Nacional". Montevideo. Vol. 2 NO
191. Enero-marzo. 1957.
(14) Provincia de Cautín.
(15) En esa época el señor Levillier desempeñaba el cargo
de Embajador de la República Argentina en el Uruguay.
En su diario de
viaje por la Patagonia septentrional
Guillermo Eloy Cox Bustillos nos menciona un hecho que dilucida las
verdaderas formas raciales detrás de las mascaras que dividen lo mapuche con lo
chileno. El hecho en cuestión sucede en su estaría en los toldería del cacique
pehuenche Paillacan:
11
de enero de 1862-Convenida nuestra
partida presente a Soto y a Díaz al cacique: estos dos hombres se habían
ofrecido espontáneamente para quedarse como rehenes hasta mi vuelta. Poca
sangre española tenían en sus venas, de manera que cuando los vio el cacique,
me dijo que eran mapuches como el que mas de sus súbditos y que prefería le dejase
a Vera que era bien parecido y blanco como español.
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